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@mgaitan
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El termo

Me encontré un termo pequeño marca Thermos, de esos que tienen un botón que al presionarlo se abre la tapa y queda el vertedor libre. Estaba con mi viejo y dos miembros del personal de su escuela de Yoga, paseando por Montreal. Salíamos de una iglesia enorme y lo vi bajo un banco, en el ala izquierda. No había nadie. Claramente se lo habían olvidado. Dudé entre un segundo o seis meses y finalmente lo agarré. Era negro, nuevito, hermoso. Un sticker informaba sobre sus 24 horas de conservación de temperatura.

Había llevado la mochila sin evidente utilidad durante todo el día, pero en esa última parada de turismo relámpago la había dejado en el auto. Sabiendo que si Dios no había visto mi acto in fraganti por el circuito cerrado de la iglesia, bien podría ver la evidencia en mi mano, caminé rápido hasta integrarme al malón.

Mis acompañantes me habían visto todo el día acarrear una botellita de 500ml descartable de agua "Pure vie" que llené no una sino dos veces, una de ellas desde el bidón que cargamos estratégicamente en el baúl antes de salir. Es decir, no había manera de justificar el cambio de recipiente salvo un milagro express de Saint Joseph.

Era agua, pero estaba jugabando con fuego. Dos fuegos: la moral paralizante canadiense, la vergüenza inquisidora de Vyasa Gaitán, mi viejo. Pero la botella era tan linda.

Ya en las escalinatas, frente a la mejor vista de la ciudad, la mujer del grupo propuso:

Stand together guys, I'll take a picture of you.

Improvisé escondite. El termo al piso de granito áspero, procurando taparlo todo lo que pudiera con las piernas. Las tomas eran desde distintos ángulos y la fotógrafa demandaba pequeños movimientos que me obligaban a empujar la botella con el pie, delicadamente, para que no se caiga. Un equilibrio digno del yoga más avanzado. Orgullo filial.

Pero supe entonces que no podría perpetuar el disimulo y tuve que enfrentar la situación:

— Mirá lo que me encontré, pa. Estaba abajo de un banco. Al final estos canadienses se hacen, pero compran y tiran igual que los yanquis.

Hizo su sonrisa nerviosa como toda respuesta a mi chascarrillo, pero era claro que no tendría su venia. Quizás los yoguis acepten aviones privados, Alfa Romeos, "asistentes" personales cama adentro o hectáreas de bosque privado, pero una botella es mera ilusión, una trampa de Maya, no habrá realización en ella ni en sus 24 horas de frío-calor.

Más y más fotos. Me cago en el Mount-Royal de Montreal y su gran vista. Mi papá rumia, bruxa. Lo he puesto en un aprieto que los vedantas no explicaron ni en metáforas, agravado por el hecho de que ahora es él quien tiene el termo en las manos.

Nadie dice nada pero hay miradas. Cualquiera de estos turistas o cristianos locales puede ser el dueño y sin dudas lo reclamará: nadie puede confundir un termo tan hermoso. Me lamento de nuevo por mi mochila. Nada de esto estaría pasando de haberla traído conmigo.

La mujer que funge de guía local —es en realidad rumana— propone una última entrada al piso inferior. Cómo me aburren las iglesias, madre de Dios. Esta es una de varios pisos, imponente. Me explican que la cúpula, a la que antes se podía subir, es el mirador más alto de la ciudad, desde el que se puede observar hacia todos los puntos cardinales. Mi viejo lleva el termo en las manos. Lo quiero, lo deseo, pero no lo necesito en absoluto. Siento un placer que acepto tonto en encontrar cosas o recuperarlas. Claro que me resulta más tranquilizador y satisfactorio cuando es evidente que fue un despojo deliberado, como esa vez que recogí dos valijas impecables (sólo debí cambiarles una rueda) en una vereda de Oxford. La ecología que abrazamos los ratas: gustar de las mercancías sin tener que pagarlas; consumir, pero si son sobras en oferta; capitalismo, pero sólo la puntita porque duele. Podría pedir el termo ahora mismo desde el celular y el señor Bezos en persona me lo llevaría en su camioncito Prime mañana a primera hora, pero no tendría gracia alguna. Y cuántos litros de combustible que ha de gastar ese hombre, ¿cierto?

Ese piso inferior comienza con una galería oscura y algo húmeda al pie de la roca. A los lados hay altares de velas votivas de dos tamaños que las módicas sumas de 2 o 6 dólares canadienses autorizan a encender. Además de alcancías demodé, hay pequeños atriles con la tecnología NFC lista para pagar el deseo a puro tapping contact-less. Deseo un termo, oh señor. Este termo. No voy a pagarte tus dólares pero cumpliré el deseo en los ojos de mi padre.

— Pa, pasámelo, lo voy a devolver.

Emprendo el regreso al ala izquierda sin avisarle a los demás. La cartelería no ayuda porque está sólo en francés y se ve que son habitués a los pictogramas ISO. Cuántos rezos cabrán en esta iglesia, pienso, mientras sigo subiendo escalones. Ya estoy transpirado y tengo sed pero no pienso tomar ni un sorbo del contenido del termo que ya acepté ajeno. Ya llegando al pórtico y dispuesto a entrar, alguien me toca el hombro desde atrás.

Excusez moi, monsieur.

En un segundo o seis meses, todavía de espaldas a la evidente dueña, pienso frases: aiyastfoundit, aiguosgointureturnit, itguasemisteic. Pero resulta que las puertas de salida no son formalmente entradas y la afable mujer de rasgos asiáticos simplemente me señalaba otro camino.

Merci.

Por fin, llego al lugar de origen. O aproximado; no recuerdo exactamente si era en el tercer o cuarto banco. ¿Lo dejo en el piso donde estaba? Mejor lo dejo sobre el banco para que Dios ahora sí vea mi acto desde el circuito cerrado y, de yapa, si el afortunado dueño original regresa, que sospeche de mi intervencionista bondad cuando lo encuentre. Ahí quedará el termo como prueba, quizás no de mi moral sino de la de otros sobre mí. Lo miro mientras retrocedo un paso más. Se ve aún más hermoso desde este ángulo y muy probablemente se lo esté regalando al próximo tercero que pase por acá.

Pero algo sucede: una señora desde otro pasillo me ve y luego fija la mirada en el termo. Soy un hombre barbado, de piel marrón, transpirado, que luce estresado, dubitativo y acaba de dejar un tubo negro casi frente al altar incrustado en una montaña de gabro que podría lanzar esquirlas hasta el río. Asumo que la señora me denunciará en breve porque rompe la atmósfera reverente con su francés ininteligible que resuena en el techo infinito de la cúpula. En cuanto encuentre al agente, al cura o el monaguillo, todo el karma que pretendí ahorrarme volverá en forma de fichas. Explicaciones en inglés roto, vergüenzas enteritas en castellano. Pero quizás los mounties entren a caballo a la mismísima iglesia, ¿quién me quitará entonces semejante anécdota?

Apuro el paso. Fui muy burdo, pienso. Llegué, lo dejé y me quedé mirándolo como un terrorista newbie que duda de su acto en el último instante. Podría haber simulado un minúsculo rezo y luego olvidarme, oh que descuidado, mi termo (por pocos minutos, pero mio al fin) en el piso. Pero ya estoy jugado para nuevos lamentos, debo escapar, es urgente. Los escalones están deliberadamente calculados para ser molestos en una escapatoria: son bajos y anchos, no se pueden saltar de dos en dos pero tampoco alcanza para dar otro paso sobre el mismo escalón y lograr así un humilde trotecito. Bajar rápido implica una especie de cojera obligada (un pie baja, el otro se arrastra) que me sindica desde la altitud omnisciente del pórtico como el sospechoso de siempre. Imposible pasar desapercibido, llevo todas las red flags de que algo hice. Y ahí voy, sin termo, sin suerte, con la certeza de ser perseguido. En moi, la morte se réveille (En mí la muerte despierta). El vesre frío, implacable: morte, termo.

Where did you go, Martin, did you go back to pray?

More or less, yeah. You know, everybody must to expiate their sins.

Pero ahora vayámonos, rumana, que esto puede explotar en cualquier momento.

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